Llevaba allí dos meses,
veinte días y tres horas exactamente. Ya había explorado detalladamente el
lugar en el que me ubicaba, y creo que jamás se me olvidaría.
No sabía exactamente si
estaba en una sala, habitación o sótano, aunque según mis intuiciones pensaba
que era un sótano. No había ni un miserable rayo de luz que reflejara allí.
Estaba oscuro, y sólo tenía una triste vela, que se acabó desgastando con el tiempo.
Cada día a las siete y media de la tarde, un hombre de estatura media, nariz
puntiaguda y vestido de colores oscuros, me acercaba un pequeño trozo de pan y
una cebolla. Al principio no me lo comía, ya que me daba un asco terrible, pero
cuando iban pasando los días, no tuve más remedio que comer todo lo que había.
En una esquina, había un trozo de paja no muy grande, en el que se suponía que
tenía que dormir. Era muy incómodo. Mientras iban pasando los días, pensé varias
maneras para huir de aquel lugar. Quizás la manera más fácil era hallar un
túnel por alguna de las cuatro paredes, ya que eran inestables, y tenían pinta
de estar construidas hace millones de años. Pero creo que era un poco
imposible. También pensé huir por el techo, aunque veía un poco complicado
lograr hacer un agujero en el que cupiera todo mi cuerpo. Yo estaba más delgada
de lo normal, ya que igual al resto de seres humanos, el hambre me había
afectado rotundamente. Estaba mareada, y pensaba que había llegado mi fin,
hasta que de repente una cosa cambió mi vida. Escuché sirenas, que parecían de
policía. Cada vez estaban más cerca de mí. Pocos segundos después unos tres
policías armados y fuertes derribaron la puerta del sótano en el que me
encontraba. Yo les expliqué todo lo sucedido, y me dijeron que no me preocupara
más por ese asunto, ya que el supuesto secuestrador y su ayudante, se
encontraban ya en comisaría. Corriendo salí de ese lugar, y me dirigí con los
policías a mi casa. Toda mi familia estaba en casa esperándome, y empezaron a
explicar lo mucho que me habían echado de menos. Mi casa estaba muy cambiada.
Parecía ser que mi padre había pintado todas las paredes de la casa, y había
acabado de reformar la piscina del jardín.
Los primeros días después de
todo esto me sentía rara, y con miedo a que todo volviera a suceder. Para
evitar esos miedos que se formaban en mi interior, tuve que ir a un psicólogo,
el cual me hizo redactar esta historia, y finalmente quemarla en la hoguera de
mi casa. Con él aprendí a dejar los miedos atrás, y a pensar que las
situaciones malas siempre acaban.
Finalmente, quiero dar las
gracias a todas las personas de mi familia, policías, psicólogos y periodistas
que me han ayudado a superar esto con entusiasmo y compañía.
UN BESO, MARIONA.
Mariona Fernández3r ESO B
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